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Fino olfato

¿Has sentido el perfume de una mujer cuando te la cruzas en tu camino? ¿Has notado el sudor del tipo que tienes pegado a tu culo en el metro abarrotado a las 8 de la mañana? ¿Has olido a fritanga cuando se ha acercado el camarero a servirte la comida? Yo más. Cuando esa mujer se cruza en mi camino puedo oler su más intima privacidad. Con que champú se ha lavado el pelo, que suavizante usa para su ropa. La marca del desodorante. Incluso puedo saber si tiene la regla. Puedo saber cuantos días hace que el tipo del metro no se ducha. Cuántos que no se cambia los calzoncillos. Marca de tabaco de liar usa. Incluso que tiene una herida con pus en la parte baja de la espalda. Y, ¿qué decir del camarero? Puedo saber que ingredientes ha tocado, las salsas que ha preparado, que plato con ajo ha tomado, solo por su repulsivo aliento. Qué marca de vino barato se ha echado entre pecho y espalda antes de salir a servir a la sala. Puedo, hasta saber si son buenas o malas personas. Que ilusiones tienen para su futuro real o imaginario o que perversiones querrían hacer realidad en sus más oscuros y húmedos sueños. Ya ves. Una suerte y una maldición. Pero el otro día fue extraño. Salí a oler la noche, la luna, la sexualidad que emiten los poros de los noctámbulos y los crápulas, mezclado con los vahos de las explosivas mezclas de licores i sustancias químicas que se introducen en su cuerpo por boca nariz o sangre y que, inevitablemente sacan por su piel, sus ojos, orejas. Por su aliento, su sudor, sus excrementos o sus fluidos sexuales. En un callejon me crucé con un tipo alto y delgado. Iba bien vestido. Era atractivo. Sus facciones eran perfectas pero, por otro lado, tambien denotaban algo oscuro. Al pasar a mi altura sucedió. La nada. El vacío. La asepsia. No olía. No tenía ni un ápice de sudoración. Su cuerpo no excretaba nada. Su alma no expresaba nada. Llegué a pensar que era un máquina. Cuando hubo pasado no pude evitar darme la vuelta. Para mi sorpresa, él tambien se había dado la vuelta. Me estaba mirando divertido. Sus ojos se iluminaron cuando se acercó a mi, sonriendo. Tuve miedo. Y entonces lo comprendí. Lo tuve claro cuando, poniendo la palma de su mano tocando su barbilla a modo de plataforma, abrió la boca y me dirigió un fétido aliento que nunca antes había olido. Era el hedor del mal. Tenía delante de mi a la verdadera muerte. La auténtica maldad. La podredumbre que infecta la humanidad hasta llevarla a las más oscuras y horribles atrocidades. Ese olor se apoderó de mi. Todo mi cuerpo se inpregnó de él. No podía respirar. Noté un dolor en el pecho. En mi cabeza se proyectaron toda suerte de crueldades cometidas durante los miles de años de existencia del hombre. Sabía que iba a morir. Caí al suelo, pero antes de dejar la vida pude ser consciente de que lo último que estaba viendo antes de expirar eran los ojos del diablo.




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